domingo, 27 de enero de 2013

'Tarararara.... tararara.... tararara... tararará' mi abuela cantaba al ritmo de la imaginación de su cabeza. Hace tan sólo algunos meses, mientras ella tocaba el piano como si fuera una experta, descubrimos el nuevo talento que mi abuela ha desarrollado en su vejez: cantar. Como si fueramos cuatro niñas de seis años, mi abuela nos compartía a mi madre, mi hermana y a mi el gran secreto de la música que su cerebro registraba. Afuera de nuestro círculo todo era silencio. Mi madre, mi hermana y yo la observábamos sorprendidas mientras le asegurabamos -négando la realidad- que nosotras también escuchábamos la melodía. El momento que no duró más de diez minutos me permitió experimentar lo más bello y lo más odioso de la demencia: su capacidad de llevar a las personas a los recuerdos más escondidos de su memoria y su agilidad para llevarlas a un desapego completo de la realidad. Cuando era niña mi abuela me regalaba los mejores fines de semana. Los viernes eran para mi un anhelo eterno de lunes a jueves. Los viernes, mi abuela nos recibía en su casa con los cuartos llenos de tendidos y un horario preparado de actividades para el resto del fin de semana. Los viernes veíamos películas y dormíamos en la alfombra dura de su cuarto. Si la suerte te acompañaba, dormías en su sillón reclinable. Si eras aún más suertuda que eso, compartías la cama con la abuela. Cuando la suerte de plano no estaba contigo te tocaba dormir en la alfombra rodeada de un olor a Raid o Baygón que aseguraba que las cucarachas te dejarían soñar. Al viernes le seguía un sábado de desayunar hotcakes con figuras divertidas, hacer collares, pasar horas husmeando la oficina de la abuela, comer el mejor picadillo del universo, construir una estética en la cochera de la casa y probarse todos los zapatos que la abuela guardaba en su interminable clóset. Después llegaba el domingo, mi madre y mi padre volvían por nosotras y nos preparábamos para la rutina semanal de volver a esperar al viernes. Después pasaron los años, cambiamos los viernes por las amigas y los amigos, la escuela y los sueños. La abuela dejó de cocinar y llegó a los ochenta. La abuela siempre pensó que sólo viviría ochenta años. El Alzheimer transformó silenciosamente a la abuela desde hace años sin que pudiéramos percibirlo. Ahora todo es evidente. La abuela ya no disfruta sus tardes de canasta y su expresión se ha llenado de angustia. La abuela choca y se llena de ansiedad con la soledad. Su 'Tarararara.... tararara.... tararara... tararará' me regala un viaje a los viernes de mi infancia. El silencio nos rodea. Mi hermana, mi madre y yo respondemos nuestras preguntas a través de nuestras miradas. Sentadas las cuatro, como niñas de seis años jugando a las muñecas, comprendo que quizás la demencia de la abuela nos regala grandes cosas: nos da las alas para volar a los lugares donde somos capaces de revivir.

jueves, 24 de enero de 2013

Cuando tu mente ya no responde más a tus señales.

viernes, 4 de enero de 2013

Te pienso. Cuando en mis noches de insomnio tu nombre se apodera de mi cabeza y las neuronas no dejan de llamarte. Cuando mi cuerpo se rinde ante su naturaleza y aclama tu presencia. Cuando el silencio se vuelve insoportable y la soledad empieza a incomodarme. Y también te busco. En las fotografías mentales de las sonrisas efímeras. En las palabras que nunca pensaron perder su valor. En la esperanza que lucha por mantenerse viva. Y te encuentro. En el sueño que la imaginación me regala cuando por fin logro dormir. Y finalmente despierto. A tu existencia que en mi mundo no encuentra su lugar.
 

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