En la vida hay muchas cosas que parecen no tener sentido. Querer a un narcotraficante a sabiendas de todas sus maldades, como Virginia Vallejo amaba a Pablo Escobar. Odiar los lunes por todo y por nada, hasta por el simple hecho de recordarnos que ya se acabo el fin de semana. Amar las relaciones patológicas donde todo es pelea y nada es paz, algo así como la dinámica amorosa de Vicky Cristina Barcelona, u odiar permanentemente las cursilerías y las relaciones típicas, algo así como la relación ejemplificada en los Juegos del Destino. Odiar eternamente el aguacate siendo mexicana u amar la sensación que produce una piña al escaldar la boca. Todas situaciones que no tendrían sentido, pero que, en ocasiones, parecen encontrar significado en su imperfección.
Y es que vivimos tan obsesionados con construir la vida en torno a una idea impuesta por el deber ser, que vamos creando categorías y etiquetas para ponerle nombre a todo, incluso a lo que desconocemos. Es así como nos cegamos ante nuestras mejores posesiones y virtudes, ante lo que más deseamos y amamos.
Y luego llega el momento. Ese en el que un minuto basta para saber que la imperfección es perfecta. Ese en el que todas las piezas parecen reunirse sin esfuerzo alguno. Ese en que todo cobra sentido.
Cuando eso pasa, te das cuenta que la búsqueda eterna a grandes distancias no te dejaba ver lo que tenías justo en la esquina.
Y comprendes entonces que aunque imperfecto, el camino de almohadas es el espacio en el que siempre quisiste dormir.
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