lunes, 10 de junio de 2013

La primera referencia que tuve de la botica del bisabuelo fue una historia que me contó mi padre de su niñez. Según la narrativa, las estancias de fin de semana de mi padre con los abuelos en Cadereyta, terminaban siempre en una sesión de purga. De niña la historia me parecía una pesadilla terrible y honestamente a la fecha me cuesta concebir cómo una mezcla química puede provocar la expulsión de los desechos físicos de manera casi inmediata. Entre los supositorios y las purgas sinceramente no me queda mucha opción más que seguir cruzando los dedos por no tener que sufrir de estreñimiento nunca. En realidad son muy pocas cosas las que conozco a detalle sobre la familia de mi padre, y sobre todo de mi abuela paterna, a quien creo me hubiera encantado conocer. Irónicamente, casi todo lo que sé de mi padre y su familia lo he aprendido de todos menos de él. A través de los años he recabado historias de mis tíos y tías, quienes poco a poco me han dejado conocer a mi abuela. Saber de la abuela me ha permitido saber de mi padre. Y saber de mi padre, a su vez, saber un poco más de mi. La botica se encontraba exactamente en la esquina de una de las principales calles de Cadereyta. A pasos de la iglesia y la plaza principal, y a unas cuantas calles del lugar donde nacieron los tamales Salinas. Para mis primos, primas y yo, la botica se ubica en realidad entre la calle y la casa de la Tía Lichita, de donde había que caminar unos pasos, pasar la jaula de los perros, entrar en la cocina de la casa de mis tíos Cristy y Jaime, caminar al fondo, llegar al pequeño patio oscuro, pasar el árbol, abrir la puerta y listo: se llegaba al lugar donde imperaba el olor a químico y polvo de varios años. Siempre me pregunté cuántos años tendrían los estantes de la parte de atrás de la botica que en realidad era para mi la puerta principal. No recuerdo haber entrado a la farmacia alguna vez por su entrada real. La entrada por detrás, donde se escondían los secretos de mi bisabuelo y sus purgas son la fachada que ha quedado grabada en mi memoria. Los cilindros estaban caídos, los banquitos fuera de lugar y lo mejor de ir a la botica en las visitas a Cadereyta era la aventura de poder encontrarlo todo en un mismo lugar. Eran tantos los años y las historias que habían tenido lugar ahí, que al poner pie en ese lugar, las paredes y los objetos comenzaban a escupir historias. Y al tío Jaime no le quedaba más opción que explicarnos todo lo que ahí sucedía. Nunca aprendí el arte de hacer una purga efectiva. Mucho menos me enteré del porqué el bisabuelo había hecho su carrera en el negocio de la salud. Sólo supe que mi abuela usaba las purgas como amenazas y que le resultaba un método muy efectivo para mantener a la bola de niños y niñas portándose bien. Y cómo no iba a ser útil. A mi todavía me da miedo pensar en la probabilidad de tomarme una purga y que se me salgan los riñones en el baño. Veintitrés años después y un montón de historias recabadas me llevaron a unir las piezas. Mi tía me contó hoy la historia de porqué el bisabuelo Raymundo puso una botica. Resulta que al darse cuenta de que el sembradío que tenía su familia no sería suficiente para darle de comer a toda su familia, decidió mudarse a Monterrey para trabajar y buscar oportunidades. Fue así como conoció a un doctor soltero, con quien trabajó por muchos años y de quien aprendió el arte de usar químicos para hacer mezclas y curar personas. Años más tarde, cuando el doctor era viejo y el abuelo quería casarse, decidió volver a Cadereyta. El doctor puso como condición para la renuncia el traslado de la farmacia al pueblo, quería retirarse y la soltería le permitía heredar todo a mi bisabuelo. Fue así como Raymundo Rodríguez instaló en Cadereyta una botica que aún funciona. Una farmacia que permitió que sus hermanos y hermanas estudiaran, y que le dio la posibilidad de ofrecerle algo a la abuela Enriqueta para que accediera a formar junto con él una familia. Y después de eso, la botica le dio de comer a mi abuela y a sus hermanos y hermanas. Fue el escenario de los recuerdos de niñez de mi padre y su hermano, hermanas, primos y primas. A mi hermana, a mis primos y primas, y a mi, nos regaló tardes de diversión en donde jugamos a ser todo por instantes. Todavía recuerdo las tardes en que vendí dulces ahí, en que exploré los estantes llenos de cosas por horas y horas. Las tardes en que me escondí en la botica mientras que mis primos y primas me buscaban. Los momentos en que de niña escuché a mi tío contarme historias del bisabuelo y en los que mantuve la atención guardada en la curiosidad que generaba ese cuarto oscuro lleno de cosas que parecían no encontrar su lugar. Y es que creo que sólo Raymundo Rodríguez podría explicar el verdadero significado que se esconde en la botica. El de sus pacientes, sus purgas, sus polvos y sus bancos desacomodados. El mensaje de servicio y amor a los demás. Pero sobre todo, el de mi familia. Familia que sólo puede entenderse si nos atrevemos a explorar los rincones y secretos de la botica, el lugar en donde todos podemos encontrarnos. El lugar en el que el bisabuelo dejó por siempre su receta para la felicidad.

lunes, 8 de abril de 2013

En la vida hay muchas cosas que parecen no tener sentido. Querer a un narcotraficante a sabiendas de todas sus maldades, como Virginia Vallejo amaba a Pablo Escobar. Odiar los lunes por todo y por nada, hasta por el simple hecho de recordarnos que ya se acabo el fin de semana. Amar las relaciones patológicas donde todo es pelea y nada es paz, algo así como la dinámica amorosa de Vicky Cristina Barcelona, u odiar permanentemente las cursilerías y las relaciones típicas, algo así como la relación ejemplificada en los Juegos del Destino.  Odiar eternamente el aguacate siendo mexicana u amar la sensación que produce una piña al escaldar la boca. Todas situaciones que no tendrían sentido, pero que, en ocasiones, parecen encontrar significado en su imperfección.

Y es que vivimos tan obsesionados con construir la vida en torno a una idea impuesta por el deber ser, que vamos creando categorías y etiquetas para ponerle nombre a todo, incluso a lo que desconocemos. Es así como nos cegamos ante nuestras mejores posesiones y virtudes, ante lo que más deseamos y amamos.

Y luego llega el momento. Ese en el que un minuto basta para saber que la imperfección es perfecta. Ese en el que todas las piezas parecen reunirse sin esfuerzo alguno. Ese en que todo cobra sentido.

Cuando eso pasa, te das cuenta que la búsqueda eterna a grandes distancias no te dejaba ver lo que tenías justo en la esquina.

Y comprendes entonces que aunque imperfecto,  el camino de almohadas es el espacio en el que siempre quisiste dormir.

domingo, 27 de enero de 2013

'Tarararara.... tararara.... tararara... tararará' mi abuela cantaba al ritmo de la imaginación de su cabeza. Hace tan sólo algunos meses, mientras ella tocaba el piano como si fuera una experta, descubrimos el nuevo talento que mi abuela ha desarrollado en su vejez: cantar. Como si fueramos cuatro niñas de seis años, mi abuela nos compartía a mi madre, mi hermana y a mi el gran secreto de la música que su cerebro registraba. Afuera de nuestro círculo todo era silencio. Mi madre, mi hermana y yo la observábamos sorprendidas mientras le asegurabamos -négando la realidad- que nosotras también escuchábamos la melodía. El momento que no duró más de diez minutos me permitió experimentar lo más bello y lo más odioso de la demencia: su capacidad de llevar a las personas a los recuerdos más escondidos de su memoria y su agilidad para llevarlas a un desapego completo de la realidad. Cuando era niña mi abuela me regalaba los mejores fines de semana. Los viernes eran para mi un anhelo eterno de lunes a jueves. Los viernes, mi abuela nos recibía en su casa con los cuartos llenos de tendidos y un horario preparado de actividades para el resto del fin de semana. Los viernes veíamos películas y dormíamos en la alfombra dura de su cuarto. Si la suerte te acompañaba, dormías en su sillón reclinable. Si eras aún más suertuda que eso, compartías la cama con la abuela. Cuando la suerte de plano no estaba contigo te tocaba dormir en la alfombra rodeada de un olor a Raid o Baygón que aseguraba que las cucarachas te dejarían soñar. Al viernes le seguía un sábado de desayunar hotcakes con figuras divertidas, hacer collares, pasar horas husmeando la oficina de la abuela, comer el mejor picadillo del universo, construir una estética en la cochera de la casa y probarse todos los zapatos que la abuela guardaba en su interminable clóset. Después llegaba el domingo, mi madre y mi padre volvían por nosotras y nos preparábamos para la rutina semanal de volver a esperar al viernes. Después pasaron los años, cambiamos los viernes por las amigas y los amigos, la escuela y los sueños. La abuela dejó de cocinar y llegó a los ochenta. La abuela siempre pensó que sólo viviría ochenta años. El Alzheimer transformó silenciosamente a la abuela desde hace años sin que pudiéramos percibirlo. Ahora todo es evidente. La abuela ya no disfruta sus tardes de canasta y su expresión se ha llenado de angustia. La abuela choca y se llena de ansiedad con la soledad. Su 'Tarararara.... tararara.... tararara... tararará' me regala un viaje a los viernes de mi infancia. El silencio nos rodea. Mi hermana, mi madre y yo respondemos nuestras preguntas a través de nuestras miradas. Sentadas las cuatro, como niñas de seis años jugando a las muñecas, comprendo que quizás la demencia de la abuela nos regala grandes cosas: nos da las alas para volar a los lugares donde somos capaces de revivir.

jueves, 24 de enero de 2013

Cuando tu mente ya no responde más a tus señales.

viernes, 4 de enero de 2013

Te pienso. Cuando en mis noches de insomnio tu nombre se apodera de mi cabeza y las neuronas no dejan de llamarte. Cuando mi cuerpo se rinde ante su naturaleza y aclama tu presencia. Cuando el silencio se vuelve insoportable y la soledad empieza a incomodarme. Y también te busco. En las fotografías mentales de las sonrisas efímeras. En las palabras que nunca pensaron perder su valor. En la esperanza que lucha por mantenerse viva. Y te encuentro. En el sueño que la imaginación me regala cuando por fin logro dormir. Y finalmente despierto. A tu existencia que en mi mundo no encuentra su lugar.

martes, 9 de octubre de 2012

'Amar a una persona es saber dejarla ir' me dice mi amiga mientras recoge los pedazos de esperanzas tangibles que aún le quedan. Mientras se encuentra con los pedazos de si misma que dejó ir. La sabiduría escondida detrás de sus palabras no es más que el resultado de lo vivido, el aprendizaje obtenido. A pesar de lo difícil que es afrontar su realidad desquebrantada, el proceso doloroso se ha transformado en camino de fortalecimiento. Atenta a su silencio, mi amiga reflexiona, se observa. Después se hace preguntas, luchando decididamente por encontrar el camino mediante el cual se unirán las piezas. Lo que mi amiga no sabe es que nunca nos enseñaron que ser valientes duele. En la escuela nunca nos dijeron que la vida sería dura y que ser un adulto también implicaría derramar una lágrima de vez en cuando. La maestra explicó en múltiples ocasiones que la vida sería un riesgo constante al cual deberíamos de darle nuestro todo, pero omitió que ser videntes sería más doloroso que vivir en la ceguera. Mi amiga no sabe esto, sin embargo pega el brinco y se avienta sin miedos al vacío de lo desconocido. Se aferra a la cuerda de la esperanza, esa que promete que con el tiempo recogerá las piezas y la llevará a su encuentro con su esencia. Mi amiga no está perdida, está completa. Sabe que en algún lado se dejó a si misma y ha emprendido su búsqueda. El tiempo será testigo de su encuentro. Mi amiga sabe de valentía. Mi amiga es experta en amar. *El concepto de 'esperanzas tangibles' se lo debo a mi amigo Carlos Martínez, creador del mismo en El antídoto contra la resignación que pueden consultar en http://www.elmanana.com.mx/notas.asp?id=303630

martes, 28 de agosto de 2012

Un, dos, tres. Un, dos, tres, un, dos, tres. El corazón va y viene. Sigue un ritmo y luego grita por uno más intenso. Luego se cansa y quiere volver a la lentitud.Y luego otra vez quiere correr. Diagnóstico: es bipolar. En mi nuevo intento por adquirir el saludable hábito de hacer ejercicio constante he descubierto que el amor se parece mucho a poner al cuerpo en prueba. Y es que todo mundo habla sobre lo hermoso que es enamorarse pero pocos hablan del esfuerzo que hay detrás de mantener una relación. Lo mismo pasa con el ejercicio. Todos hablamos de lo bien que nos hacen sentir las endorfinas pero nunca hablamos de lo mucho que se requiere para retar al cuerpo y mantenerlo en constante ímpetu por consumir horas de trabajo físico. ¿Cómo lograr entonces convencer a la mente de que una dedicación constante puede llevarnos a alcanzar la meta? ¿Cómo vencer los viejos hábitos del pasado para transformarlos en nuevas actitudes? La realidad es que se requiere de mucha voluntad para tomar el riesgo. Por eso no es raro que las personas nos propongamos año con año hacer ejercicio y encontrar el amor, pues no se trata sólo de tomar la decisión de lanzarse al vacío, sino también asumir la responsabilidad de que el vacío puede terminar con un desenlace en un buen aterrizaje o en una caída fatal que no nos permita volvernos a levantar en un rato. Y es que el efecto de las endorfinas es efímero. Cuando acaban de nacer - tanto en el amor como en el ejercicio- todo descansa sobre una nube irreal donde todo parece ser perfecto. Son tan adictivos los efectos que entonces el juego transforma su objetivo para centrarlo en consumir la mayor cantidad de amor y ejercicio posible. Conforme pasa el tiempo las endorfinas no son suficientes y la realidad se vuelve palpable. La persona tiene defectos y el cuerpo ya no aguanta más. Y entonces el panorama empieza a pintarse de negro. Es justo en ese momento en el que se requiere volver a la voluntad. Volver a esa cosa tan abstracta que nos llevó ahí, al deseo de querer lograrlo. Muchos lo logran por años y años. Otros lo logran por algunos años. Algunos más ni a los años llegan. Hay quienes creen que es tan corta la duración de los efectos del amor que no vale la pena enamorarse. Hay otros que a pesar de que lo desean temen no poder mantener su voluntad, así que ni en la posibilidad piensan. Hay otros obsesionados que se enamoran más del amor y sus efectos que de la persona que se los causa. Están los que logran pintar el gris el panorama y los que día con día reafirman su compromiso con la voluntad. Sea cual sea la perspectiva, con el ejercicio he comprendido que la clave está en el deseo. Paz tenía razón cuando decía que el hombre ama lo que desea. El quid de la cuestión radica en la decisión de tomar el riesgo. Quizás el amor y el ejercicio sólo tengan en común las endorfinas....pero al final de cuentas al corazón lo bipolar no se le quita. Un, dos, tres. Un, dos, tres, un, dos, tres. El amor requiere el ejercicio diario de querer construirlo y el ejercicio, el amor al compromiso de querer lograrlo.
 

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